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Joan B. Peiró /08/ Los límites de la pintura

Los límites de la pintura: objeto/contexto, gramática/poética

El arte, por definición, siempre se sitúa en el límite. De lo establecido, de lo convencional, de lo esperable, de lo políticamente correcto, de las modas, de los gustos, de lo racional, de lo objetivo, de lo explicable, de lo decible. Esos límites lejos de constituir barreras lineales claramente establecidas son virtuales fronteras abiertas a una vasta área: ese territorio de nadie donde nacen las más diversas formas artísticas.

Reales o imaginarios, evidentes o invisibles, los límites separan instancias que se diferencian una de otra en base precisamente a la existencia de los primeros. O viceversa, también puede ser que por ser instancias diferentes, terminan por definirse esos limites externos. En cualquier caso, es habitual que aludiendo concretamente al límite estemos haciendo referencia a la totalidad de lo que encierra. Una de las mayores virtudes del arte, sin lugar a dudas, es su capacidad infinita para transgredir los límites, para conectar lo que no parece relacionable. Y para hacernos disfrutar y reflexionar.

No existe arte más eficaz que aquel capaz de establecer relaciones de complicidad con terceras personas partiendo de la obra como núcleo central que irradia sus tentáculos en todas direcciones. Si no hay un punto de anclaje es imposible que la obra salte al abordaje efectivo del espectador. Los condicionantes vitales, los planteamientos filosóficos y estéticos, la relectura actualizada del pasado, el cuestionamiento crítico del presente.

Miquel Mont ha hecho de la exploración y la transgresión de los límites de la pintura, el itinerario imaginario de su práctica cotidiana. El juego dialéctico se desenvuelve en diferentes estrategias operativas que podemos señalar mediante pares de opuestos tales como compresión y expansión, objetualización y desmaterialización, exhibición y ocultación.

Objeto/contexto

Frente a posicionamientos defensores de la especialización a ultranza siempre han coexistido planteamientos integradores y globalizadores. El predominio de uno u otro es pendular, sólo es cuestión de tiempo el auge y el declive simétricamente complementarios. En estas últimas décadas ha sido un lugar común la versatilidad no ya disciplinar sino incluso estilística. Ahora bien, nada es ninguna novedad absoluta, pero sí se puede considerar como una aportación relativamente novedosa, la simultaneidad y la normalidad con las que un artista compagina y alterna soluciones aparentemente dispares. Disparidad que, en el caso de Miquel Mont está muy imbricada estructuralmente.

Sin entrar en otras conjeturas sobre las motivaciones, sí podemos señalar algunos rasgos significativos de la “pintura” reciente: la incorporación de los materiales y técnicas más heterogéneos; la destrucción del cuadro y la complicidad con el lugar; la tridimensionalidad de las obras, la multiplicidad de lenguajes… todo ello abunda en un proceso definible como el tránsito de la pintura a la escultura hasta la disolución de ambas en el espacio (contexto, entorno, lugar). Sin duda, el trabajo creativo de Mont fluye en esta corriente de acción y (des)materialización de lo pictórico

Después de múltiples variaciones, este proceso se ha depurado hacia una relación desnuda entre forma y estructura. En sus últimas obras, está empleando una serie de interacciones entre forma y materia, entre soporte y superficie, entre objeto y espacio (por citar sólo algunos elementos), que dificulta enormemente, cuando no subvierte radicalmente, relaciones tan consolidadas como figura y fondo, figuración y abstracción, bidimensionalidad y tridimensionalidad. Miquel Mont ha desarrollado un intenso programa de alternativas relacionales a partir de esa estructura mínima (continente-contenido) indisolublemente articulada y expandida desde el propio soporte físico hasta el contenedor espacial.

Precisamente esa autonomía real (objetos tridimensionales) es la que permite una amplia libertad de movimientos a la hora de abordar el problema objeto-contexto, atendiendo a unos parámetros alejados de los hábitos convencionales para la visión de la pintura. Ello abunda en ese voluntario desplazamiento de la lógica representativa a la presentación con todas sus consecuencias.

La precisión en la ejecución, el gusto por la seriación y la sistematización, las asociaciones que establece entre las partes… todo ello abunda en ese mismo sentido. Ahora bien, la actitud conceptual inherente a su trabajo no puede reducirse al radicalismo pretérito de que lo único importante es la idea y que la materia no importa. Antes por el contrario, la materia -la materia plástica entendida como campo abstracto y como soporte material indisociablemente soldada a la materia e interrelacionada con el espacio, merece idéntico nivel de atención por parte de Miquel Mont.

De modo rigurosamente coherente, Mont extiende una estrategia discursiva basada en la seriación, agrupando sus obras en series concretas (la serialidad como sistema en última instancia repetitivo) que han ido producidas a lo largo de sucesivas etapas cronológicas.

En el caso de este artista, cabe señalar además la íntima relación entre la materia como material y la materia como forma. De estas peculiares relaciones identitarias resulta que estas obras son objetos, imágenes y espacios interactivos que adquieren todo su sentido cuando se contemplan y se piensan en ese recorrido necesariamente no lineal.

La deriva hacia la ocupación de espacios inicialmente extra artísticos, la activación del concepto de lugar, por no decir del de contexto, la relectura que implica de la obra de arte en tanto que objeto, no sólo nos remiten una y otra vez a la revisión de la noción disciplinar del arte, sino también a ese persistente –e intermitente- anhelo de hombres y artistas de fusionar arte y realidad.

Pocas veces valoramos la necesidad imperiosa de contextualizar las cosas para entenderlas un poco mejor. Por el contrario, poseemos una inclinación congénita a generalizar hasta extremos absolutos partiendo de hechos, o peor, de impresiones tan particulares como parciales. Establecemos de ese modo una relación injusta entre la parte y el todo, descalificando, las más de las veces, la totalidad por la parte.

Conscientes de la complejidad y la diversidad de la realidad siempre cambiante, numerosos artistas han hecho de la abolición de géneros, estilos disciplinas y lenguajes su pauta normal de actuación, y de la síntesis de lo dispar, lo distante y lo opuesto su no-sistema vital de expresión artística. Cuando se trabaja de este modo, la diversidad se perfila como inevitable herramienta de trabajo.

Paul Virilio plantea lúcidamente en su ensayo La máquina de visión, cómo en este fin del siglo XX, el declive de la modernidad está marcado por lo que él denomina el agotamiento de una lógica de la representación pública. En este sentido señala que la estrategia de la representación ha sido paulatinamente sustituida por una auténtica estrategia de la presentación.

La estrategia de presentación a la que alude Virilio encuentra una palpable demostración en el campo del arte. El desplazamiento desde la simulación pictórica hacia la presencia objetual constituye uno de los procesos más significativos de estos últimos años.

Precisamente esa autonomía real (objetos tridimensionales) es la que permite una amplia libertad de movimientos a la hora de abordar el problema objeto-contexto, sin las limitaciones de la representación, que exige un escenario específico, una distancia adecuada y un punto de vista único para una óptima visualización.

Si la autonomía del objeto posibilita su ubicación múltiple, la instalación concreta en un contexto determinado es la que fija las infinitas permutaciones, limitándolas a muy pocas soluciones efectivas, cuando no exigiendo una única respuesta.

Ese recurso a la objetualidad que ha rebrotado con claridad desde los noventa (aunque sólo sea como contrapunto al regreso eufórico a la pintura que caracterizó los ochenta) constituye uno de los mecanismos más eficaces (y quizás una de las necesidades más imperiosas) que el artista de hoy tiene para anclar con seguridad su obra ante una situación marcada por la fugacidad, la inestabilidad, la relatividad. Al establecer unas relaciones directas que se extienden desde la obra hasta el espacio que la alberga, y desde éstos al espectador, el artista establece unos vínculos objetivos.

Paralelamente a esa obscenidad de la presentación (de la realidad) se multiplica la negación insistente de la imagen; la superposición, la compresión, el collage, reiterando hasta la saciedad un juego, no sé si perverso, entre la adivinación y el ocultamiento. Parece como si la realidad, demasiado ácida, reclamase múltiples filtros suavizantes. Parece como si la obviedad de lo presentado necesitase el misterio del enmascaramiento.

En la obra de Miquel Mont, se apuesta con decisión por un tipo de creatividad que se proyecta más allá de la relación cerrada obra/objeto. Integración que deriva hacia un concepto relacionado con la importancia del contexto donde el papel del espacio/tiempo (variación, secuencialización) y del espectador (el recorrido) son elementos a tener también presentes.

Gramática/poética

Si es bien cierto que los trabajos de Mont presentan un fuerte carácter sintáctico (gramatical) hay un conjunto de hechos que abren un frente mucho más poético e interiorizado. Un breve recorrido por las diversas relaciones entre título y obra, o el desarrollo no menos sistemático de series como Realismo de mercado, Collages ideológicos o Jazz abstracto, completan un perfil menos lineal y homogéneo, más subjetivo e interiorizado.

A la pregunta de si el arte es un lenguaje, los estudiosos de las artes han entretejido dos importantes líneas de argumentación resumidas en sendas posiciones antagónicas. Mientras unos defienden su carácter subjetivo irrepetible, otros abogan por la existencia propia como objeto estructurado del que se puede llegar a conocer su funcionamiento interno.

Algunos artistas no sólo han elaborado su particular gramática, de modo más o menos consciente, junto a su trayectoria plástica sino que han reflexionado y teorizado con afanes sistemáticos, cuando no objetivos, incluso universalistas.

Todos los artistas, pronto o tarde, acaban por definir un estilo propio. Cuando ese estilo se caracteriza por la utilización de escasos recursos, o por emplearlos con total desnudez estructural, es inevitable pasar a pensar no tanto en la noción de estilo como en la de gramática. Ahora bien, en el campo del arte la reducción a mínimos sintácticos no es sinónimo de monotonía, tampoco de frialdad, ni mucho menos de sencillez. Menos es más. Nada es más complejo que la sencillez.

Si algo caracteriza la poesía es que con las mismas letras con las que se escribe cualquier cosa se puede también rozar la belleza. De un modo análogo, si algo caracteriza la obra de Miquel Mont es la investigación rigurosa y sensible de mínimos elementos constructivos-expresivos (la forma, el color, la materia) no sólo desde una posición racional de análisis sistemático sino también –y sobre todo- desde la intuición que posibilita ahondar en aquello que va más allá de la mera literalidad.

Rigor emocionante en la búsqueda constante de elementos significativos que entran de lleno en el ámbito de la poesía. Emoción rigurosa que le lleva a indagar en las posibilidades expresivas de la materia -que arranca de la objetividad física de los materiales para ir más allá.

Miquel Mont está empeñado en construir su universo particular con una rigurosa economía de medios. La línea, el color, la materia (el material) y el contexto son elementos necesarios y suficientes que se combinan en múltiples variaciones. Con una actitud profundamente intuitiva y una perseverancia propia del investigador sistemático, Mont cualifica poéticamente unas estructuras que se conciben racionalmente como una sistemática parrilla horizontal o vertical, como planos horadados, como formas/marcos cerrados o abiertos, como objetos reutilizados y recontextualizados.

La abstracción plástica, además de expresividad pura (como mantenían los primeros artistas abstractos) es a estas alturas una larga tradición cultural. Miquel Mont juega el juego de la abstracción con valiente y delicada sensibilidad al tiempo que con firme y actualizado conocimiento.

Seguramente hemos entrado en consideraciones muy abstractas. No puede ser de otro modo porque la obra sobre la que estamos escribiendo es abstracta. Abstracta en su sentido más literal. Abstraer es considerar el mismo objeto en su pura esencia o noción. No existe definición más ajustada para entender estos “trabajos” lejos de cualquier representación figurativa, reducidos a meras formas u objetos de materia y color, a muros desnudos que encierran pintura, a estanterías industriales desprovistas de su funcionalidad original.

Con estas obras, Miquel Mont nos demuestra que la poesía no es función de tamaños monumentales, ni de técnicas nobles ni de artes mayores. Por el contrario, sí que es función de la materialidad, incluso cuando ésta se nos muestra reducida a su mínima presencia (carga emotiva inversamente proporcional a su dimensión y carácter meramente físicos).

Joan B. Peiró
Enero 2008

Virilio, P. La máquina de visión. Madrid, Cátedra, 1989.

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