Constellation miroir – Pli selon pliPodríamos empezar este escrito hablando de música, dado que el título que hemos decidido otorgar al mismo pertenece, como a nadie se le escapará si está interesado en la creación musical contemporánea, a dos extraordinarias composiciones de Pierre Boulez, y tan clásicas ahora mismo esas dos maravillosas piezas como lo son La Historia del Soldado de Stravinsky o el Pierrot Lunaire de Schoenberg. Pero no…, no vamos a llevar a cabo ningún ejercicio de musicología, al menos desde la fidelidad a la ortodoxia funcional de la disciplina, por mucho que amemos la música, o quizá por eso mismo, pero lo que sí estamos interesados en hacer es hablar de la obra de Miquel Montt desde otras atalayas creativas, desde otros miradores
de expresiones diversas, desde diversas y diferentes angulaciones de aproximación…, y la creación musical, entre otras posibles alternativas, queremos que ejerza un protagonismo esencial a lo largo de este travelling oblicuo que deseamos filmar sobre la pintura de Miquel Mont, y tomando ésta como objetualización visual de sí misma, algo así como pretender un
decoupage de múltiples sintagmas ópticos y, al mismo tiempo, desear que ese desglose celular se convierta en un único y maravilloso plano secuencia. Con otras palabras: queremos un imposible. ¡Pero es que la obra de Miquel Mont en sí misma y por ella misma ya es un imposible! Aclaración importante: por imposible entendemos un estupor lingüístico, y más adelante volveremos sobre esta idea para un mayor desarrollo y clarificación de su sentido.
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La peau douce, Monsieur Truffaut? No, pas du tout, la peau mue, la peau silencieux
Ciertas observaciones de Wittgenstein podrían servirnos perfectamente para plantear, iniciando así su comentario, una de las preocupaciones más importantes presentes en el trabajo de Miquel Montt, y que de hecho se manifiesta en todas y cada una de las series hasta ahora trabajadas e investigadas por el artista, y ella no sería otra que la utilización de la abstracción pictórica como epítome de la pérdida del lenguaje, de sus límites y de lo inexpresable que la propia cualidad de la lengua detenta, paradójicamente, como ilusión negativa de su natural fuerza y trascendencia. Refiriéndose a la literatura escrita para piano por Schumann, la parte de su producción más fácil y a su vez la que mejor ejemplifica la imposibilidad práctica de la lengua, de cualquier lengua, como herramienta funcional de conocimiento absoluto, Wittgenstein, decimos, y a propósito de la obra Carnaval, nos revela que en ésta pieza de Schumann todo es silencio, un imposible carnaval mudo, pues “cuando uno no se esfuerza por expresar lo inexpresable, nada se pierde. Lo inexpresable está contenido inexpresablemente en lo que es expresado” (1) . ¡El carnaval quizá acabe siendo un desierto dominado por un brutal silencio, pero es imprescindible que se produzca el carnaval, que la idea de sí mismo, y por encima de cualquier otra consideración, sea activada, expresada! Creemos oportuno recordar que Carnaval está datado como opus 9 en la producción total de Schumann, es decir que cuando fue escrita esta partitura no había más quebranto de lenguaje que el dable al propio del territorio del amor, ya manifestado éste hacia la pianista, y su futura mujer, Clara Schumann, quedando muy lejos en el tiempo la devastación del lenguaje, práctico y artístico, de sus últimos años, vividos entre sucesivos intentos de suicidio y su muerte final privado de conocimiento y razón, de lenguaje. Muy poco antes de este final Schumann vivía obsesionado con estos versos de Hölderlin: “Casi hemos perdido/El lenguaje en país extranjero”. En verdad que estas dos estrofas si no supiéramos que pertenecen a Hölderlin bien podríamos pensar que han sido escritas en el siglo en que hemos nacido por Paul Celan o Ingebord Bachmann. Pero ni siquiera conviene que hagamos el esfuerzo de una fantasía especulativa, pues de hecho ellos sí han escrito esos mismos versos si bien han sido otras las palabras utilizadas. Es más, estas sencillas estrofas (en tanto que sonido o música de lo inexpresable) no prologan únicamente la modernidad de la poesía alemana, o la de todo el siglo veinte, sino que enmarcan y sirven de pedestal para una de las mayores aventuras de la condición espiritual humana, la conquista de la abstracción pictórica en tanto que devastación del significante, en tanto que conquista, destruyendo, de un nuevo lenguaje, el propio de una música rota de carnaval, agrietada, balbuciente, resquebrajada, goteante, cuarteada… Como así son las pieles de las pinturas de Miquel Mont, perfectos ejemplos por ellas mismas de la devastación o, también podríamos decir, de la re-organización de sus activos visuales y estéticos más preclaros, de la abstracción pictórica en tanto que acción comunicativa que defiende y plantea, y desde su propio origen en tanto que idea, la radicalización del divorcio existente entre la limpieza semántica que nosotros percibimos y la multiplicidad de vías y transgresiones que se dan cita en la luminosa y límpida superficie cromática del plano pictórico. Pero igualmente lo podemos expresar en otros términos: se podría decir que la obra entera de Miquel Montt es una soberbia “construcción de sentido”, si bien manteniendo esta construcción dentro de una afirmación de la abstracción pictórica, pero unida siempre esa “abstracción” (el entrecomillado es intencional: poco a poco iremos viendo que dicha abstracción está, felizmente, muy contaminada por procesos culturales nada “abstractos”) a lo irrenunciable de su proyecto más esencial, y que no sería otro que abrir un campo de investigación en torno a aquella premisa que para Bloch era la máxima aspiración de toda creación artística: la emancipación significativa del arte respecto al estilo.
Es precisamente a partir de esta consideración, digamos (con precaución) de índole moral, donde la obra entera de Miquel Mont de despliega en una estructura espaciotemporal donde la, por así definirla, felicidad visual de lo realizado y exhibido, su contingencia afectiva o contemplación agradecida, su ilusionismo crítico de un absoluto de la representación, en definitiva, se enfrenta con su doble negativo, o con una suerte de “teología negativa”, en función de los recursos propios que esa liaison más perversa que peligrosa puede desplegar en el espacio de la representación, o en el territorio de la ilusión, y sin por ello, o gracias a ello, renunciar a la dimensión crítica de esa, ya expresada, “felicidad visual”, que más que territorio de una expresión agradecida es, esencialmente, el locus donde la práctica artística se despliega en una complejísima acción comunicativa sin más argumentos que el seguro ejercicio de una idea de la abstracción pictórica donde ésta ya no sea, únicamente, insistencia en la continuidad de un estilo aceptado y sedimentado por la Historia, sino la gestión de esos mismos recursos pero situados en el centro exacto de una encrucijada donde la abstracción pictórica se resuelve y se expresa a sí misma como una, paradójicamente, hermosa lengua de la imposibilidad práctica, pero lengua, no lo olvidemos, o un idiolecto, como expresara Hölderlin, “extranjero”, y que debiera ser creado, activado, en función del deseo de comunicación con cada nuevo interlocutor. En toda acción, y la obra de Montt es, por encima de cualquier otra consideración, una obra performativa, queremos decir: es una obra activada y brutalizada desde el falso estatismo de su presencia en el espacio, y en toda acción, pues, insistimos, no hay lugar para el acomodaticio manierismo especular de un estilo determinado, de cualquier estilo. Sí, cuanta razón tenía Bloch, hay que emanciparse del estilo, huir del él. Describamos un ejemplo práctico, y alejado (en apariencia) de la familia pictórica, y de la letanía nominal de sus más preclaros modos y maneras.
Estamos convencidos que no será muy complicado recordar ese maravilloso western oriental filmado por Kurosawa en el cual el director japonés lleva a cabo una abstracción, sublime y brutal a partes iguales, del King Lear de Shakespeare. Nos estamos refiriendo a RAN, efectivamente. La película, por supuesto, mantiene la continuidad argumental, aún con significativas variantes, del drama homónimo del que saca su inspiración, pero viendo (o mejor: contemplando) ese deslumbrante gore ideado por Kurosawa se diría que la preocupación esencial del director japonés no es tanto, o no únicamente, categorizar la traición y la maldad como constantes de la condición humana, y en cualquier geografía donde ésta se instale, como escenificar, en un depuradísimo ejercicio de reducción conceptual, la destrucción y la muerte por medio de una admirable y muy inteligente utilización del color rojo como epítome de lo que al final únicamente queda, un terrible y genial dripping deslizándose por el iris y la memoria del espectador; una salpicadura de sangre luminosa, en definitiva, donde la extraordinaria utilización del rojo (como concepto, como ilusión, como profundidad de campo) le permite a Kurosawa alejarse del estilo, para alzar el vuelo y, desde una impresionante altura, lograr un ejercicio de arte que utilizando a Shakespeare como pretexto consigue un cuento oriental y moral, un maravilloso western crepuscular y un sofisticadísimo análisis del color rojo como una piel última que cubre e inunda todas las viles hazañas, todas las ambiciones, todas las traiciones, toda la muerte. Ran, efectivamente, se emancipa de todas las posible e imaginables convenciones y manieras del estilo para lograr así su propia autonomía como pensamiento y realización de arte.
Las obras que Miquel Mont presenta en esta ocasión poseen como premisa básica, esencial, el desarrollo y estudio de la abstracción pictórica, y en la medida que ésta sea susceptible de ser un laboratorio de pruebas, un campo contaminado donde los elementos que en ella confluyen no se sientan forzados a una manifiesta explicación de sus capacidades semánticas, toda vez que ello sería un abundar en el estilo de una determinada categoría estética e histórica. De hecho, y de ello estamos muy convencidos, la obra de Miquel Mont debe ser explicada desde presupuestos estéticos situados en los intersticios del tejido, entre los pliegues del texto, en los márgenes voluptuosos de la tradición pictórica. Es una obra ésta que se manifiesta y expande a partir de la voluntaria separación entre el absoluto cromático que nosotros avistamos y las diversas y múltiples fugas que se auto-convocan en la superficie del plano pictórico -si bien habría que matizar que dicha “limpieza” no lo es tal: para Montt el plano pictórico es siempre el estudio del epitelio y la observación de dicha piel cuando ésta se presenta a sí misma como el resultado de una devastación de sus activos históricos, cuando se muestra como un epitelioma dentro del continuismo práctico de la tradición abstracta occidental. Ambas situaciones encontradas –trabajas o vividas a modo de sensaciones- son filtradas por el artista a modo de “elementos de disturbio”, y generadores de un “malestar” que organiza la ruptura sintáctica y morfológica de la obra. Para entendernos: es el mismo plano pictórico el que organiza su propia devastación, y esa devastación es quien formaliza la brutal sintaxis de la lengua adánica, lo inexpresable en lo expresado. O manifestado en otros términos: lo “inexpresable” no es tanto aquello que no encuentra lugar y cabida en la estructura funcional de la lengua, sino el espejo donde queda reflejado la alteración de todo “estupor lingüístico”, al que ya hemos hecho referencia, en la medida que el hecho de ver no implica que obtengamos la visión de su propia trascendencia enunciativa. Un ejemplo apropiado de lo que pretendemos decir sería el famoso conflicto de puntos de vista que mantienen los dos protagonistas de Hiroshima, mon amour cuando entre ellos continuamente queda bloqueada la comunicación cada vez que surge el “estupor lingüístico” con que ambos pretender certificar la existencia de aquello que han contemplado, o creen haber contemplado: “He visto todo / no has visto nada”.
La obra de Miquel Mont, y lo que vamos a decir a continuación, valdría para todas y cada una de sus series, como también así ocurre en lo concerniente a la obra mural, segmento de su trabajo éste muy poco conocido en España, se sitúa en el espacio de la ambigüedad productiva, o el del emplazamiento cambiante, o en el locus desde el cual la recepción de lo creado altera su significado en función de la diversa y cambiante angulación donde el espectador se sitúe para una mejor comprensión de aquello que permite acceder a la visión total de sus propios activos (he visto todo), y a la vez se cubre a sí misma de ese acontecimiento de la visión extrema con la veladura de una piel impostada, con la roja mentira de un estupor lingüístico (no has visto nada). Ambigüedad productiva y emplazamiento cambiante, en efecto, toda vez que el trabajo de Montt incide, por un lado, en un radical vaciamiento de cualquier retórica expresiva no concerniente a la dimensión esencial de lo creado, y sin tener este hecho concreto ninguna deuda, paradójicamente, con aquello que, en simulada apariencia, más debiera: pureza y claridad de significado; y por otra parte, comprobamos como ese mismo espacio de soledad y abandono, esa musicalidad schumanianna o esa lengua de locura, viene agredido por una implacable acumulación y yuxtaposición de elementos minúsculos que cumplen la función de asedio y destrucción de esa falsa piel que destila pureza, de ese territorio virgen. Tensionada así por dos fuerzas de tracción opuestas, la pintura de Miquel Montt cumple la función expresiva (la figuración de la lengua de lo impresentable, en verdad) de un cierto desquiciamiento, valga lo rotundo del fonema, en el desplegamiento representacional de esas mismas cualidades pictóricas, en la medida que se formaliza y rehace a sí misma a partir del enfrentamiento entre la fijación obsesiva de una (o varias) figura mental –pura, idealizada, abstracta, no contaminada, de mirada y recepción agradecida- y la costosa adaptación de esa figura a las inclemencias del estado final de toda representación, como si el lugar al que finalmente ha accedido únicamente existiera en tanto que incansable aceleramiento entrópico, sin más alternativa o salida que el desbordamiento imparable sobre sí mismo, o como una inundación sin fin previsible y que se derrama por los pliegues y junturas del imposible idiolecto de la representación invisible. Piel muda y que muda, piel de serpiente. Pero todo desbordamiento e inundación exige una determinada concepción del espacio y el tiempo, máxime en una manifestación o disciplina como la pintura, al menos tal como la entiende Montt, siempre obligada a una constante e incansable investigación formal y cromática desde la superficie de un soporte que es, al mismo tiempo, su legítimos histórico y su límite. De eso precisamente queremos hablar a continuación, de la pintura en el espacio y de los límites que la circundan y acechan.
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Pli selon pli. Toujours Mallarmé
Con exagerada y equívoca complicidad pareciera que cada día nos encontramos más dispuestos a comprender (o hemos ya definitivamente “comprendido”) la impotencia de la pintura como manifestación artística prisionera en los límites de la su bidimensionalidad, al menos situándola de frente a otras disciplinas de presentación más decididamente cinematográfica. A favor y en contra de este lugar común podríamos abundar en múltiples ejemplos que, por igual, defenderían ambas posturas, pero dado que el motivo de este texto es analizar la obra de un artista concreto no vamos a clavarnos ahora en situaciones decididamente pantanosas, pues es obvio que con la cámara fotográfica o la de filmar la pintura no puede competir en lo que se refiere a la riqueza metafórica y reconocible de lo mostrado, pero no por ello renunciamos a transcribir un interrogante que explica muchas (quizá demasiadas) cosas de la fuerte y espectacular presencia mediática de los trabajos en fotografía y vídeo. Por falta de espacio no vamos a comentar la inquietante y extraordinaria pregunta que a sí mismo (si bien convencido de ello) se hacía Derrida sobre la cuestión aquí planteada: “¿No permite el cine precisamente, y en mayor medida que las otras artes, una relación ‘no culta’ entre espectador e imagen?” (2) Sí, verdaderamente la cuestión posee un potencial teórico riquísimo… Hecha esta anotación volvemos a la pintura, a la obra de Miquel Montt, y para ello, una vez más, dirigimos nuestra atención a la música. La pintura, muy culta y sofisticada, que practica este artista permite, afortunadamente, estos giros y cambios de sentido.
Es muy probable que quien esté familiarizado con el devenir de la música contemporánea, en especial con la que fue escrita a lo largo de esos maravillosos y fructíferos veinte años que van de 1.955 a 1.975, haya visto alguna vez reproducida la impresionante partitura de Pierre Boulez Pli selon pli estrenada en 1.960. Cuando decimos “impresionante” nos estamos refiriendo a la propia cualidad de la misma en tanto que documento artístico, y sin por ello ser necesario poseer estudios musicales, tal es la riqueza visual que la misma nos
depara, y que prologa admirablemente algunas de las manifestaciones más radicales del arte conceptual que se dará a conocer muy pocos años después. La partitura en sí misma (un doble folio en vertical con escritura tradicional pero con espacios en blanco, relacionándose ambas columnas entre sí a través de flechas que marcan los posibles itinerarios de interpretación y utilizando para ello dos colores diferentes que indican dos tipologías de material musical distinto: el verde y el rojo) no desmerece, ni mucho menos, esta partitura, decimos, y en tanto que acción artística, de algunas de las obras más combativas de Art & Language, o de las Permutational Drawings de Hanne Darboven, las Duration Pieces de Douglas Huebler, o la Calculation of Gauss Quadrature Rules, del primer Bernar Venet. En Pli selon pli Boulez lleva a cabo un retrato de Mallarmé en una rara y fascinante combinación donde la música se esfuerza por acompañar un poema en el cual se describe la manera en que la niebla, al disolverse, deja ver progresivamente las piedras de la ciudad de Brujas. Hablando específicamente de su composición Boulez dirá años más tarde: “Siempre he creído que la alianza del poema con la música se intenta, sin duda, en el plano de la significación emocional, pero trata de ir a lo más profundo de su invención, a su estructura. Los sonidos, su timbre, han de estar dotados de su propio accidente natural. Habrían de tener la hermosa y falsa pureza de los colores” (el subrayado es nuestro)(3).
La hermosa y falsa pureza de los colores…, la frase es tan magnífica y delicada que nos entran ganas de utilizar un tipo de escritura digamos…., impresionista, pero no, no vamos a tomar ese camino errado, sería una descortesía hacía la música de Boulez y, sobre todo, hacía la pintura de Miquel Montt. Nada en ambos nos retrotrae a nenúfares flotando en el estanque, excepto, excepto…, la dimensión gravitatoria de las pinturas de Montt en torno a un eje invisible, pero sonoro, donde las piezas, sean éstas pertenecientes a cualquiera de las series que, contemporáneamente, el artista lleva a cabo, se esculturizan a sí mismas dotándose de una dimensión tímbrica donde el color deviene autónomo con respecto al plano desde donde aquel se inscribe, como si ambas realidades, plano y pintura, supieran de su propia y diversa ambición de significado, como si ambos crearan un matrimonio de conveniencia para establecer una realidad común mucho más fértil: la música y la palabra. Pero lo cierto es que no escuchamos voces ni sonidos, pues las pinturas se encuentran escondidas y simuladas en pieles diversas, o bien emmurées o pli selon pli… Para una mejor comprensión, en corto y en prosaico, de lo que queremos decir: las pinturas de Mont devienen esculturas, en la medida que un artista como Richard Serra es, esencialmente, un pintor que interviene el espacio, ocupándolo, y ambos utilizan el sonido, la música, como figura inaudible de la ausencia, como nostalgia productiva de su ruido. De ahí que hablemos de las pinturas de Montt como una estructura morfológica donde lo menos importante es su categorización nominal, pero en cambio sí resulta mucho más gratificante ver estas obras como una vasta secuencia de múltiples timbres diversos, cada uno con su propio tempo de interpretación / contemplación, y dotado cada uno de ellos de su propia y única estructura interna. Son, efectivamente, acciones en el espacio, o, si se quiere, una luminosa y cambiante constelación de espejos.
Luis Francisco Pérez
Barcelona, final de Verano
NOTAS:
(1) Peter Engelmann, Letters from L. Wittgenstein, Edit. Blackwell, Oxford
(2) El cine y sus fantasmas, conversación con Jacques Derrida, Revista Desobra núm. 1
(3) Pierre Boulez, Puntos de referencia, Edit. Gedisa